SAN ANTÓN Y SAN SEBASTIÁN: UNAS FIESTAS CON SOLERA
Antonio Guillén
Gómez
Si hay algo que nos caracteriza a los orcerinos, que nos
identifica y nos iguala, por encima de cualquier diferenciación social,
económica o incluso política, ese algo es nuestro apego y entrega a las fiestas
de San Antón. A las que nosotros denominamos, coloquialmente y por antonomasia,
“Las Fiestas”, sin necesidad de añadirle más apellidos. Y esto viene siendo
así, desde que Orce es Orce. Es decir, desde que Orce quedó acristianado, tras
haber dado el pindingue a los primitivos sarracenos que lo habían poblado,
durante varios siglos. Una vez reconquistada la población para la corona de
Castilla, no cabe la menor duda de que cada año se rememoraría la victoria con
un desfile o procesión cívica, en la que es posible que ya aparecieran las
figuras del abanderado, el paje y el cascaborra. Y, por supuesto, la
soldadesca. La soldadesca, elemento fundamental, en la que participaría la
corta guarnición del castillo con la añadidura de algunos voluntarios del paisanaje
local. El abanderado, blandiendo o “bailando” el pendón de la villa. El paje,
con su tradicional vestimenta del siglo XVI: una promesa de futura pervivencia para
la histórica manifestación. Y el cascaborra, tal vez la figura más
representativa, con sus perfiles cómico-diablescos, que tienen su origen en plena
Edad Media. Su misión era despejar el camino, caña en ristre, para que el
desfile circulara como Dios manda. Aparte de en Orce, todavía pervive este
medieval personaje, que sepamos, en la ciudad de Valencia: formando parte de su
colorista y espectacular procesión del Corpus, entre una multitud de figuras
bíblicas exóticamente ataviadas, y de monumentales “cirialots”, aparecen abriendo
la procesión varios diablillos y cascaborras, que golpean a los asistentes con
unos tubos de cartón o algo similar. Por todo ello, el cascaborra recibía los
más agresivos ataques e insultos del zagalerío circundante. Convengamos, pues,
en que este tipo de fiestas son antiquísimas. De ello no cabe la menor duda. Ni
de que se vienen representando desde la Reconquista, tampoco. No sólo en Orce, sino en
muchos más pueblos andaluces. Podría decirse, que se remontan a la noche de los
tiempos; pero, salir ahora con tales pedanterías, me parece francamente excesivo.
Ahora bien, ¿cuándo se les añadió en Orce la participación
de las mesnadas moras? ¿Cuándo empezaron a considerarse fiestas de moros y
cristianos, en estricto sentido, al igual que las que tanto abundan en otros
lugares de la variada geografía granadina? ¿Cuándo pasaron de ser una histórica
manifestación cívica, para convertirse en fiesta eminentemente religiosa? Eso
no lo sabemos con certeza. Pero, desde luego, todo debió de comenzar con la
llegada de los nuevos pobladores cristianoviejos, en los últimos años del siglo
XVI y principios del XVII, aportando una importantísima afluencia navarra. De
ahí que las fiestas de Orce sean un compendio, en el que pronto se adivinan
reminiscencias de otras manifestaciones lúdicas. “Los danzantes”, por ejemplo,
elemento fundamental de las fiestas orcerinas, no son otra cosa, en pasos e
indumentaria, que los herederos de los “dantzaris”, llegados de las tierras
vasco-navarras de Zuberoa.
Y lo del añadido moro, era algo inevitable, dada la cercanía de las últimas
guerras moriscas, acaecidas entre 1568 y 1572. Como secuela de tales
contiendas, por allí quedó brujuleando una cuarteta, explicativa de muchas
actitudes:
“Vinieron los sarracenos
Y nos molieron a palos.
Que ayuda Dios a los malos,
Cuando son más que los buenos”…
En fin, lo de la apropiación por la Iglesia de estas fiestas,
que nacieron con vocación, si no profana, sí, al menos, cívica o patriótica,
tampoco debe de extrañar a nadie, habida cuenta de la inmediata influencia del
Concilio de Trento, en las vidas y en las conciencias de la cristiandad del siglo
barroco por antonomasia. Y en Orce comenzó a imponerse la figura patriarcal de
San Antonio Abad. El profesor universitario, Demetrio E. Brisset Martín, de la Universidad de
Málaga, habla en su tesis doctoral de que en Orce, hacia 1639 la hermandad
de San Antón ya se encargaba de organizar la fiesta de moros y
cristianos.
Y se encargaba, claro está, porque se hacían en honor del “Santo”. Un “Santo”,
que, en esta joven población, variopinta y emergente, ya era amado y venerado
con honores exclusivos y sin posible competencia. Dicho sea sin intención y que
San Sebastián nos perdone. El asunto no admite el menor debate. Hasta tal
punto, que el viejo anacoreta llegó a convertirse, por este tiempo, en un
heredero más, entre los beneficiarios de algunos testamentos coetáneos. Por
ejemplo, el 9 de septiembre de 1685, el vecino Simón Rodríguez Huélamo funda
una memoria perpetua, para conmemorar la fiesta “del Sor. San Antonio Abad”, dejando
para cubrirla un bancal que tiene una cabida de 20 celemines de trigo, en plena
vega, y “que dho. bancal llaman el de la Mocastra”.
Por estos mismos años, también enseñoreaba una importante barriada del pueblo
una cruz o humilladero, en honor de San Antón. En 1680, podía escribirse lo
siguiente: “y dicha casa está vajo la hermita del Ángel [esta ermita ocupaba los
altos del actual Cerro del Ángel], en el varrio del Angel, enfrente de la Cruz del Sr. San Antonio
Abad”. Otras veces se le denomina “Umilladero del Sr. San Antonio Abad”.
El humilladero, en cuestión, similar al que había frente a la ermita de San
José, (hoy, inexplicablemente situado en el centro del cementerio), debía de
estar plantado al comienzo de las Eras de San Pedro, señalando hacia la ermita
de San Pedro, lugar en donde se veneraba entonces la imagen de San Antón.
En efecto: conviene aclarar que, a pesar de todo, San
Antón aún no tenía ermita propia. Hasta el año 1773, su imagen compartía
vivienda con otros santos de la localidad. En plenas Eras de San Pedro se
levantaba una de las ermitas más importantes del pueblo, en cuanto a riqueza y
obras de arte: la de San Pedro Mártir. Ya en su interior, el lienzo principal
de la misma, frente a la puerta de entrada, disponía de tres nichos, a distinta
altura. El central, o superior, ocupado por el dueño de la ermita. Y los dos restantes,
uno a cada lado del anterior, por los “realquilados”, San Antón y San Matías,
respectivamente. Aquí, por tanto, se habían venido celebrando las fiestas anuales
y el culto ordinario al viejo San Antón. Pero en 1773 se acabó de construir su
propia ermita, en el “barrio del Chorreador”, según se dice en el documento
oportuno, sobre los altos de la
Tarquina, y la imagen del “Santo” es trasladada inmediatamente
a su nueva y definitiva residencia. Así, el 6 de mayo de 1774, podía escribirse
en los libros de cuentas de la rica ermita de San Pedro: “con más alajas que
consta de inventario, a excepción de el velo encarnado del Sr. Sn. Antonio
Abad, que se lo llebó a su hermita el mayordomo”.
A todo esto, las fiestas de moros y cristianos seguían celebrándose en su
honor. O, tal vez, compartidas, ya, con su paisano y rival, San Sebastián. Tanta
cercanía en tiempo y espacio había originado una inevitable rivalidad:
“De los santicos de enero,
San Sebastián, el primero.
¡Párate, sombrón,
Que el primero es San Antón!”.
Así andaban las cosas, a estas alturas del siglo XVIII.
Pero, sea como fuere, el hecho es que “Las Fiestas” seguían siendo, hasta la
aparición de la feria anual de septiembre, a finales del siglo (1794), el
acontecimiento lúdico más importante del pueblo. Así lo ratifica el Jefe
Político de Granada (antecesor del Gobernador Civil) en oficio informativo,
dirigido al Gobierno constitucional de 1822. En efecto, refiriéndose a algunos
pueblos de la provincia, entre los que sin duda se encuentra Orce, dice lo
siguiente: de estos pueblos sólo cabe destacar sus fiestas patronales, que
"suelen celebrarse con una especie de soldadesca entre moros y
cristianos armados con escopetas, mosquetes y arcabuces, y vestidos con la
posible propiedad, los cuales figuran escaramuzas sobre el rescate del
Santo, no sin mucho consumo de pólvora y también de comida y
vevida" .
El rescate del santo. He ahí una de las piezas
fundamentales de la fiesta de antaño, hoy perdida. La representación consistía
en el recitado de una relación en verso, que dejó de representarse en alguna
ocasión, por causas que ignoramos, y acabó perdiéndose. Afortunadamente, esta
relación fue llevada por alguien al pueblo de Carboneras, donde, cambiando a
San Antonio Abad por San Antonio de Padua, y readaptando el texto a sus
topónimos y demás circunstancias, todavía se viene representando anualmente. El
texto, considerado el más antiguo de la provincia de Almería, fue publicado en
1918 por los eruditos cuevanos, Ramón de Cala y López y Miguel Flores González,
“Grano de Oro”. Nada tiene de extraño, por ende, que en la relación de Carboneras
aparezcan versos como éstos, recitados por el que hace de Espía Cristiano:
“No será mejor, señor,
mientras que tú aquí embarazas
la entrada a esos morillos,
que San Antonio se vaya
a la Gran Sagra
de Huéscar,
que puede estar coronada,
de copos de blanca nieve,
como el Santo tuvo el alma?”
O estos otros:
“Si yo a esta hora estuviese
de Huescar, allá en la Sagra,
me ahorraría todo esto;
pero, paciencia. (Canalla
que me tienes a tus pies:
¡Quien te abriera por la panza!”…
Evidentemente, estas referencias a la Sagra, cubierta de nieve,
son lógicas en una representación orcense, un día de enero, con la monumental
montaña nevada al frente, presidiendo el acto. Sin embargo, la referencia no es
tan lógica, en un pueblo mediterráneo, como Carboneras, en un 13 de junio, a
cuarenta grados a la sombra, y a una enorme distancia del lugar glosado. A este
respecto, véase el trabajo de los catedráticos Francisco Checa y Concha
Fernández.
La fiesta, pues, siguió de frente y por derecho, a todo
lo largo de los siglos XIX y XX, con probables altibajos y con las incidencias
que en ella pudieron tener otros acontecimientos de índole superior: guerras,
epidemias, crisis de subsistencias, tan frecuentes, tan determinantes, tan
aniquiladoras. Pero la fiesta siguió adelante. Y donde no había dinero para un
traje de soldado cristiano, se aprovechaba el uniforme militar del hermano
recién vuelto de la guerra de África o de Filipinas. Y así se organizaba la
soldadesca cristiana. Donde no había medios para adquirir una indumentaria
moruna, cual corresponde, se abrían las arcas de la abuela y se sacaban viejas
sábanas de lino que servían para cubrir el expediente. Unos tiznajos más en la
cara y una escopeta, a modo de espingarda, completaban el atuendo moro. Y
cuando sonaba el tambor, anunciando la fiesta, ya nadie ponía en duda que
aquello eran dos verdaderos ejércitos encontrados, defendiendo dos enseñas
distintas, dos culturas, dos formas de vivir. El cuadro viviente no dejaba de
tener un ingenuo tinte naif, es verdad; pero tampoco había que negarle su
encanto. Sobre todo, porque, nuestra fiesta, a lo largo del tiempo, había
sabido mantener incólumes sus pilares tradicionales más significativos: el
abanderado, el paje, el cascaborra y los danzantes, cuatro elementos que le
imprimen su nota más colorista, diferencial; sus señas de identidad más
genuinas. Unas características que no han pasado desapercibidas para
investigadores o rastreadores de la
España profunda o menos conocida, como la gran fotógrafa, de
talla internacional, Cristina García Rodero. Esta gran estudiosa de la España menos convencional presentó
en 1989 una gran exposición de su obra, en el Museo de Arte Contemporáneo de
Madrid, la cual tuve el placer de presenciar. Pues bien, cuál no sería mi
sorpresa, cuando, nada más atravesar el vestíbulo de la exposición, a modo de
presentación o bienvenida, me encuentro con una fotografía a gran tamaño
dedicada a Orce. Ahí es nada: la soldadesca del año 1987, formada ante las
puertas del Ayuntamiento; y delante, nuestro entrañable Juan “el Porrilla”,
vestido de cascaborra, junto a José María “el Faroles”, con un abrigo que le
arrastraba, simulando disparar al Cascaborra. Quedé totalmente perplejo, pues
nunca pensé que me iba a encontrar con lo que allí me encontré. Ya dentro de la
exposición, pude comprobar que, junto a imágenes de otras conocidas fiestas de
España, se incluía alguna más de la de Orce.
Estas, pues, son nuestras fiestas. Un patrimonio
intangible, con auténtica solera, si por solera se entiende la friolera de
varios siglos de historia, a sus espaldas. Y sin el menor renqueo.