VISTAS ESPECTACULARES DE LA CIUDAD DE GRANADA.


Courtesy of www.AirPano.com

ORCE (Granada)

ORCE (Granada)

VISTAS: PASEO, IGLESIA, CASTILLO Y PLAZA.

VISTAS: PASEO, IGLESIA, CASTILLO Y PLAZA.

VISTA AÉREA DEL PUEBLO

VISTA AÉREA DEL PUEBLO

VÍDEO DE ORCE (ANDALUCIA DIRECTO)

VÍDEO DE ORCE. I

VÍDEO DE ORCE. II

CALENDARIO ORCENSE

VISITAS AHORA

ORIGEN DE LAS VISITAS AL BLOG

domingo, 20 de enero de 2013

ARTÍCULO DE ANTONIO GUILLÉN GÓMEZ SOBRE LA HISTORIA DE LAS FIESTAS DE SAN ANTÓN Y SAN SEBASTIÁN DE ORCE


SAN ANTÓN Y SAN SEBASTIÁN: UNAS FIESTAS CON SOLERA

Antonio Guillén Gómez

Si hay algo que nos caracteriza a los orcerinos, que nos identifica y nos iguala, por encima de cualquier diferenciación social, económica o incluso política, ese algo es nuestro apego y entrega a las fiestas de San Antón. A las que nosotros denominamos, coloquialmente y por antonomasia, “Las Fiestas”, sin necesidad de añadirle más apellidos. Y esto viene siendo así, desde que Orce es Orce. Es decir, desde que Orce quedó acristianado, tras haber dado el pindingue a los primitivos sarracenos que lo habían poblado, durante varios siglos. Una vez reconquistada la población para la corona de Castilla, no cabe la menor duda de que cada año se rememoraría la victoria con un desfile o procesión cívica, en la que es posible que ya aparecieran las figuras del abanderado, el paje y el cascaborra. Y, por supuesto, la soldadesca. La soldadesca, elemento fundamental, en la que participaría la corta guarnición del castillo con la añadidura de algunos voluntarios del paisanaje local. El abanderado, blandiendo o “bailando” el pendón de la villa. El paje, con su tradicional vestimenta del siglo XVI: una promesa de futura pervivencia para la histórica manifestación. Y el cascaborra, tal vez la figura más representativa, con sus perfiles cómico-diablescos, que tienen su origen en plena Edad Media. Su misión era despejar el camino, caña en ristre, para que el desfile circulara como Dios manda. Aparte de en Orce, todavía pervive este medieval personaje, que sepamos, en la ciudad de Valencia: formando parte de su colorista y espectacular procesión del Corpus, entre una multitud de figuras bíblicas exóticamente ataviadas, y de monumentales “cirialots”, aparecen abriendo la procesión varios diablillos y cascaborras, que golpean a los asistentes con unos tubos de cartón o algo similar. Por todo ello, el cascaborra recibía los más agresivos ataques e insultos del zagalerío circundante. Convengamos, pues, en que este tipo de fiestas son antiquísimas. De ello no cabe la menor duda. Ni de que se vienen representando desde la Reconquista, tampoco. No sólo en Orce, sino en muchos más pueblos andaluces. Podría decirse, que se remontan a la noche de los tiempos; pero, salir ahora con tales pedanterías, me parece francamente excesivo.

Ahora bien, ¿cuándo se les añadió en Orce la participación de las mesnadas moras? ¿Cuándo empezaron a considerarse fiestas de moros y cristianos, en estricto sentido, al igual que las que tanto abundan en otros lugares de la variada geografía granadina? ¿Cuándo pasaron de ser una histórica manifestación cívica, para convertirse en fiesta eminentemente religiosa? Eso no lo sabemos con certeza. Pero, desde luego, todo debió de comenzar con la llegada de los nuevos pobladores cristianoviejos, en los últimos años del siglo XVI y principios del XVII, aportando una importantísima afluencia navarra. De ahí que las fiestas de Orce sean un compendio, en el que pronto se adivinan reminiscencias de otras manifestaciones lúdicas. “Los danzantes”, por ejemplo, elemento fundamental de las fiestas orcerinas, no son otra cosa, en pasos e indumentaria, que los herederos de los “dantzaris”, llegados de las tierras vasco-navarras de Zuberoa[1]. Y lo del añadido moro, era algo inevitable, dada la cercanía de las últimas guerras moriscas, acaecidas entre 1568 y 1572. Como secuela de tales contiendas, por allí quedó brujuleando una cuarteta, explicativa de muchas actitudes:

“Vinieron los sarracenos
Y nos molieron a palos.
Que ayuda Dios a los malos,
Cuando son más que los buenos”…

 En fin, lo de la apropiación por la Iglesia de estas fiestas, que nacieron con vocación, si no profana, sí, al menos, cívica o patriótica, tampoco debe de extrañar a nadie, habida cuenta de la inmediata influencia del Concilio de Trento, en las vidas y en las conciencias de la cristiandad del siglo barroco por antonomasia. Y en Orce comenzó a imponerse la figura patriarcal de San Antonio Abad. El profesor universitario, Demetrio E. Brisset Martín, de la Universidad de Málaga, habla en su tesis doctoral de que en Orce, hacia 1639 la hermandad de San Antón ya se encargaba de organizar la fiesta de moros y cristianos[2]. Y se encargaba, claro está, porque se hacían en honor del “Santo”. Un “Santo”, que, en esta joven población, variopinta y emergente, ya era amado y venerado con honores exclusivos y sin posible competencia. Dicho sea sin intención y que San Sebastián nos perdone. El asunto no admite el menor debate. Hasta tal punto, que el viejo anacoreta llegó a convertirse, por este tiempo, en un heredero más, entre los beneficiarios de algunos testamentos coetáneos. Por ejemplo, el 9 de septiembre de 1685, el vecino Simón Rodríguez Huélamo funda una memoria perpetua, para conmemorar la fiesta “del Sor. San Antonio Abad”, dejando para cubrirla un bancal que tiene una cabida de 20 celemines de trigo, en plena vega, y “que dho. bancal llaman el de la Mocastra”[3]. Por estos mismos años, también enseñoreaba una importante barriada del pueblo una cruz o humilladero, en honor de San Antón. En 1680, podía escribirse lo siguiente: “y dicha casa está vajo la hermita del Ángel [esta ermita ocupaba los altos del actual Cerro del Ángel], en el varrio del Angel, enfrente de la Cruz del Sr. San Antonio Abad”. Otras veces se le denomina “Umilladero del Sr. San Antonio Abad”[4]. El humilladero, en cuestión, similar al que había frente a la ermita de San José, (hoy, inexplicablemente situado en el centro del cementerio), debía de estar plantado al comienzo de las Eras de San Pedro, señalando hacia la ermita de San Pedro, lugar en donde se veneraba entonces la imagen de San Antón.

En efecto: conviene aclarar que, a pesar de todo, San Antón aún no tenía ermita propia. Hasta el año 1773, su imagen compartía vivienda con otros santos de la localidad. En plenas Eras de San Pedro se levantaba una de las ermitas más importantes del pueblo, en cuanto a riqueza y obras de arte: la de San Pedro Mártir. Ya en su interior, el lienzo principal de la misma, frente a la puerta de entrada, disponía de tres nichos, a distinta altura. El central, o superior, ocupado por el dueño de la ermita. Y los dos restantes, uno a cada lado del anterior, por los “realquilados”, San Antón y San Matías, respectivamente. Aquí, por tanto, se habían venido celebrando las fiestas anuales y el culto ordinario al viejo San Antón. Pero en 1773 se acabó de construir su propia ermita, en el “barrio del Chorreador”, según se dice en el documento oportuno, sobre los altos de la Tarquina, y la imagen del “Santo” es trasladada inmediatamente a su nueva y definitiva residencia. Así, el 6 de mayo de 1774, podía escribirse en los libros de cuentas de la rica ermita de San Pedro: “con más alajas que consta de inventario, a excepción de el velo encarnado del Sr. Sn. Antonio Abad, que se lo llebó a su hermita el mayordomo”[5]. A todo esto, las fiestas de moros y cristianos seguían celebrándose en su honor. O, tal vez, compartidas, ya, con su paisano y rival, San Sebastián. Tanta cercanía en tiempo y espacio había originado una inevitable rivalidad:

“De los santicos de enero,
San Sebastián, el primero.
¡Párate, sombrón,
Que el primero es San Antón!”.

Así andaban las cosas, a estas alturas del siglo XVIII. Pero, sea como fuere, el hecho es que “Las Fiestas” seguían siendo, hasta la aparición de la feria anual de septiembre, a finales del siglo (1794), el acontecimiento lúdico más importante del pueblo. Así lo ratifica el Jefe Político de Granada (antecesor del Gobernador Civil) en oficio informativo, dirigido al Gobierno constitucional de 1822. En efecto, refiriéndose a algunos pueblos de la provincia, entre los que sin duda se encuentra Orce, dice lo siguiente: de estos pueblos sólo cabe destacar sus fiestas patronales, que "suelen celebrarse con una especie de soldadesca entre moros y cristianos armados con escopetas, mosquetes y arcabuces, y vestidos con la posible propiedad, los cuales figuran escaramuzas sobre el rescate del Santo, no sin mucho consumo de pólvora y también de comida y vevida" [6].

El rescate del santo. He ahí una de las piezas fundamentales de la fiesta de antaño, hoy perdida. La representación consistía en el recitado de una relación en verso, que dejó de representarse en alguna ocasión, por causas que ignoramos, y acabó perdiéndose. Afortunadamente, esta relación fue llevada por alguien al pueblo de Carboneras, donde, cambiando a San Antonio Abad por San Antonio de Padua, y readaptando el texto a sus topónimos y demás circunstancias, todavía se viene representando anualmente. El texto, considerado el más antiguo de la provincia de Almería, fue publicado en 1918 por los eruditos cuevanos, Ramón de Cala y López y Miguel Flores González, “Grano de Oro”. Nada tiene de extraño, por ende, que en la relación de Carboneras aparezcan versos como éstos, recitados por el que hace de Espía Cristiano:

“No será mejor, señor,
mientras que tú aquí embarazas
la entrada a esos morillos,
que San Antonio se vaya
a la Gran Sagra de Huéscar,
que puede estar coronada,
de copos de blanca nieve,
como el Santo tuvo el alma?”

O estos otros:

“Si yo a esta hora estuviese
de Huescar, allá en la Sagra,
me ahorraría todo esto;
pero, paciencia. (Canalla
que me tienes a tus pies:
¡Quien te abriera por la panza!”…

Evidentemente, estas referencias a la Sagra, cubierta de nieve, son lógicas en una representación orcense, un día de enero, con la monumental montaña nevada al frente, presidiendo el acto. Sin embargo, la referencia no es tan lógica, en un pueblo mediterráneo, como Carboneras, en un 13 de junio, a cuarenta grados a la sombra, y a una enorme distancia del lugar glosado. A este respecto, véase el trabajo de los catedráticos Francisco Checa y Concha Fernández[7].

La fiesta, pues, siguió de frente y por derecho, a todo lo largo de los siglos XIX y XX, con probables altibajos y con las incidencias que en ella pudieron tener otros acontecimientos de índole superior: guerras, epidemias, crisis de subsistencias, tan frecuentes, tan determinantes, tan aniquiladoras. Pero la fiesta siguió adelante. Y donde no había dinero para un traje de soldado cristiano, se aprovechaba el uniforme militar del hermano recién vuelto de la guerra de África o de Filipinas. Y así se organizaba la soldadesca cristiana. Donde no había medios para adquirir una indumentaria moruna, cual corresponde, se abrían las arcas de la abuela y se sacaban viejas sábanas de lino que servían para cubrir el expediente. Unos tiznajos más en la cara y una escopeta, a modo de espingarda, completaban el atuendo moro. Y cuando sonaba el tambor, anunciando la fiesta, ya nadie ponía en duda que aquello eran dos verdaderos ejércitos encontrados, defendiendo dos enseñas distintas, dos culturas, dos formas de vivir. El cuadro viviente no dejaba de tener un ingenuo tinte naif, es verdad; pero tampoco había que negarle su encanto. Sobre todo, porque, nuestra fiesta, a lo largo del tiempo, había sabido mantener incólumes sus pilares tradicionales más significativos: el abanderado, el paje, el cascaborra y los danzantes, cuatro elementos que le imprimen su nota más colorista, diferencial; sus señas de identidad más genuinas. Unas características que no han pasado desapercibidas para investigadores o rastreadores de la España profunda o menos conocida, como la gran fotógrafa, de talla internacional, Cristina García Rodero. Esta gran estudiosa de la España menos convencional presentó en 1989 una gran exposición de su obra, en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, la cual tuve el placer de presenciar. Pues bien, cuál no sería mi sorpresa, cuando, nada más atravesar el vestíbulo de la exposición, a modo de presentación o bienvenida, me encuentro con una fotografía a gran tamaño dedicada a Orce. Ahí es nada: la soldadesca del año 1987, formada ante las puertas del Ayuntamiento; y delante, nuestro entrañable Juan “el Porrilla”, vestido de cascaborra, junto a José María “el Faroles”, con un abrigo que le arrastraba, simulando disparar al Cascaborra. Quedé totalmente perplejo, pues nunca pensé que me iba a encontrar con lo que allí me encontré. Ya dentro de la exposición, pude comprobar que, junto a imágenes de otras conocidas fiestas de España, se incluía alguna más de la de Orce[8].
Estas, pues, son nuestras fiestas. Un patrimonio intangible, con auténtica solera, si por solera se entiende la friolera de varios siglos de historia, a sus espaldas. Y sin el menor renqueo.




[1] Vid. Antonio Guillén Gómez: “Aproximación a un componente cualitativo de la población orcense: la aportación Navarra, durante los siglos XVII y XVIII”, en La Corte Chica, Orce-Diputación de Granada, 2009, pags. 169-205.
[2] Demetrio E. Brisset Martín: “Fiestas hispanas de Moros y Cristianos”, en Actas de las I Jornadas de religiosidad Popular, Almería, 1996, pags. 361-380. Orce, pag. 370.
[3] Cathalina la Mocastra fue una morisca, esposa de Juan Alhamar, muerta en 1615 [Archivo Parroquial de Orce, Libro de Memorias, 16-8-1].
[4] Archivo Parroquial de Orce, Colecturía, 22-1-1, folio 25. El diccionario de la Real Academia define al humilladero como “lugar devoto que suele haber a las entradas o salidas de los pueblos y junto a los caminos, con una cruz o imagen”.
[5] Archivo Parroquial de Orce, Ermitas, 5-12-1, folio 184.
[6] Archivo Histórico Nacional, Consejos, legajo 11.415-115.
[7] Checa, Francisco y Fernández, Concha: “Moros y cristianos en Andalucía”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo XLVI, nº 2 (1998), pag. 284.
[8] La autora publicó una selección de estas fotografías, incluida la del cascaborra de Orce, en su libro, conocido internacionalmente: Cristina García Rodero: La España Oculta, Madrid, Luwnwerg Editores, S. A. 1989.

No hay comentarios:

Publicar un comentario